17 ago 2013

Parafilia en ventaja


Dos noches jugué a desear un cuerpo gimiendo. Le presté mi sexo, mis labios y mi casa por más de una noche, incluso por más de dos. Recuerdo que a Ramón no le gustaba el matrimonio. A mí, no me gustaba contradecirlo. Lo único que nos gustaba era enredarnos las entrepiernas hasta que cantara el gallo (así como el que oyó Pedro, el de la biblia) para intentar dormir.

—¿Cuántos de cirrosis hoy? Bien, deshazte de esos hígados, trae el resto. Luego les extraemos el corazón. ¿También fumaban? Olvida a esos cinco, no quiero que mi Adolf se coma esas mierdas. Diecinueve muertos es poco. Cada vez hay menos idiotas que por no saber contar las copas se matan. ¿Acaso a la humanidad ya no le gusta destruirse?

Lo peor para Ramón era saber que sus cadáveres fueron fumadores en vida. Con qué clase de corazones estaría alimentando a su bebé, a su guardián, a su robusto can cerbero, a su mascota de seis cabezas enormes, cada una como de mi tamaño (y eso que yo mido 1.85).

Ramón terminó su llamada y yo fruncí el ceño. Lucía nervioso. Sudaba. Le pregunté si quería una copa. Una delgada línea se dibujó en su frente mientras sus cejas se acercaban entre sí, su boca se torcía y se le salía la rabia por los ojos. Le dediqué una sonrisa lasciva, pero con timidez le aseguré que bromeaba. Estaba segura de que Ramón no se embriagaba ni fumaba porque lo que menos deseaba, además de casarse, era tener sus órganos contaminados para Adolf.

Era la tercera noche y no sabía si Ramón regresaría. Pasar doce años cogiendo con cadáveres es exhausto, así que decidí obsequiarle a Ramón los corazones de mis muertos. Sabía que guardar los cuerpos en la cochera me iba a servir para olvidarme de comprar un carro y poderle regalar los corazones a algún amante con algún can cerbero que solo se alimente con algunos corazones. En realidad quería más de tres noches noches, en realidad quería hasta más de cuatro noches.

No me avergoncé al contarle sobre mi parafilia, pues para eso está la filia, sufijo aplacador de explicaciones llenas de racionalismos, y al parecer también de vergüenza. Él no se tocó su bien cuidado y chequeado hígado para negarse a aceptar mis corazones. Enfurecí. Quién se ha creído para rechazar mis regalos. Mis muertos jamás los rechazarían. No pasé doce años para juntar y coger y guardar y regalar cadáveres. No señor.
Nos miramos con los ojos vacíos de expresión. De repente extrañé la frialdad de una piel muerta y lo excitante de la fricción, lo excitante de la solidificación humana. Como vela al fuego. 

Ramón murmuró algo ininteligible y vio hacia el suelo. Entonces lo tomé por el cuello, levanté su mentón y comencé a besarlo en las comisuras de su boca. Te odio, le dije. Me miró perplejo y, como pude, le desgarré la espalda con mis uñas. Tomé el arma que traía en sus pantalones (desde el principio de nuestra relación supe que quería matarme porque yo tampoco fumaba ni tomaba) y, como las novelas mexicanas me enseñaron, disparé la primera bala en zona con organismos no vitales. Su grito me tensó. Volví a jalar el gatillo y apunté ahí, a su miembro, pero no jalé hasta el fondo, no disparé. No me iba a servir después. Blandiendo el arma, subí la mano y disparé en su corazón, su también limpio y chequeado corazón. Antes de pensar en por qué no se defendió lo desnudé. Su cuerpo seguía caliente. Iba a darle mi tercera noche, aunque él solo me compartió dos. No me importó. Los muertos saben mejor cuando tú los asesinas. Incluso cuando apenas han compartido dos noches y ningún corazón.

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