24 oct 2013

Traición con anonimato

«De ti siempre quiero más», leyó Julia en un mensaje de texto. Su marido se duchaba mientras ella devolvía la llamada a aquel número desconocido. Como si hablase con un viejo amante, con un pedazo del espejo que nos refleja con los pelos enchinados y el brillo en la cara al despertarnos, alguien contestó. Su voz era cálida.


— Hola, te extraño.


El marido de Julia giró la perilla de la habitación, la suya y con la que había dormido apenas tres meses desde que se casó con ella. Julia observa los pájaros que ya van buscando el nido desde una silla frente al balcón. Su nombre es Juan, y quiere hacerle el amor plácidamente a su mujer, como hace 89 días después de su boda.


Julia cuelga la llamada sin responder a la voz que pronunció un te extraño con tanta dulzura. Está pálida. Sus pupilas se dilatan. Nunca le habían hablado con tanta suavidad, con tanta seguridad, ni pudo causarle un escalofrío tan inmenso como el que le provocó aquella voz. Soltó el teléfono y cayó al suelo, pero no hizo el más mínimo ruido. La alfombra en el piso fue una buena idea para que los teléfonos, más que para no rayar la cerámica, cayeran al suelo sin poderse quebrar, sin poder sonar.


Juan no notaba la expresión de Julia, Estaba empecinado en escoger un buen atuendo para llevarla a cenar al lado de su hogar. Es un restaurante donde acuden empresarios de grandes compañías, cuyos nichos son -y prepárense a levantar las cejas o a fruncir el ceño- vendedores ambulantes. Juan era un vendedor ambulante. Pero quería llevar a Julia a ese lugar para celebrar las ventas crecientes de sus galletitas de avena.


El pecho de Julia presionaba sus costillas, o al menos eso sentía. Con lentitud, se acercó a su marido, le pidió adelantarse, que ella llegaría después, que antes debía pasar a la tintorería para recoger el vestido que pensó, antes de aquel mensaje, ponerse para cenar con su marido. Juan salió hacia el restaurante y ahí se encontró con algunos conocidos. Todos son empresarios, algunos empresarios y clientes a la vez. Julia entra a su carro. Sale en la dirección opuesta al restaurante.


Toca la puerta y sale a su encuentro una mujer bella, joven, de cabellos cobrizos y los ojos achinados. Ella era Katherine. Vivía en una vieja casa que perteneció a un terrateniente durante la guerra civil. La compró porque al graduarse logró más dinero que el invertido en sus estudios, y esa era su forma para gratificar el sacrificio. La casa cabe ocho veces en su jardín, y en su casa cabían seis veces una familia de elefantes.


—Perdón por colgar, también te extraño.


Katherine le planta un beso a Julia. Le ayuda a guardar su equipaje. Ambas deciden desempacar hasta el día siguiente. Esta noche el frenesí del romance será flameante en el sofá de aquella sala. Las velas de la mesa donde Juan esperaba a Julia se derritieron por completo. Desesperado, llama a la policía. Ya pasaron cuatro horas desde la última vez que vio a su mujer.

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